En los últimos años, la comunicación corporativa vive una deriva preocupante: está perdiendo su propósito. Lo que debería ser una disciplina estratégica orientada a construir significado, reputación y coherencia, se ha transformado en una carrera frenética por conseguir la pieza más divertida, la ocurrencia más ingeniosa o el vídeo más viral. El objetivo ya no es comunicar; el objetivo ahora es gustar.
El mensaje ya no importa… o eso parece
Tradicionalmente, la comunicación corporativa se construía sobre una premisa básica: todo mensaje debe responder a un porqué. ¿Qué queremos que la audiencia entienda? ¿Qué valor aportamos? ¿Qué posicionamiento buscamos? Hoy, sin embargo, vemos a muchas marcas caer en un error peligroso: actuar como si el mensaje fuera secundario.
El foco se ha desplazado hacia el envoltorio, hacia la estética, hacia el chiste rápido. La obsesión por agradar a los algoritmos y encajar en las tendencias convierte a las empresas en caricaturas de sí mismas, en actores improvisados tratando de participar en cada baile, cada meme, cada challenge.
Las redes sociales como burbuja: el medio convertido en fin
Las redes sociales fueron, en su origen, herramientas para amplificar mensajes. Hoy se han convertido en el escenario donde todo empieza y todo termina. Muchas estrategias no pasan ya por definir qué debe comunicarse, sino por responder a una pregunta equivocada: ¿qué puede funcionar en redes?
Ese desplazamiento cambia por completo la naturaleza del trabajo. La comunicación deja de construir sentido para convertirse en un entretenimiento continuo. La métrica del éxito ya no es la comprensión del mensaje, sino la acumulación de likes, shares o visualizaciones, aunque no aporten nada a la identidad de la marca.
En esta lógica, las empresas compiten no por ser relevantes, sino por ser las más “graciosas”. La irreverencia se vende como “cercanía”. El humor vacío como “engagement”. La viralidad como valor en sí mismo.
La tiranía del contenido simpático
La presión por destacar en el torrente de información lleva a muchas marcas a simplificar, trivializar o directamente desnaturalizar su comunicación. No importa qué se dice, sino cómo se dice. No importa el propósito, sino el impacto inmediato.
Lo más irónico de todo es que esta obsesión por la forma —la risa, la viralidad, el chistecito— acaba dejando a las marcas en el peor sitio posible: el de no decir nada.
Y si una marca no dice nada, ¿para qué comunica? Exacto: para alimentar el monstruo del “contenido constante”.
Esta carrera tiene un coste:
- Dilución del posicionamiento
- Pérdida de credibilidad
- Incoherencia entre mensaje y valores
- Desconexión con públicos estratégicos
Cuando todo es humor, nada es serio. Cuando todo es tendencia, nada es identidad. Cuando todo es forma, el fondo desaparece.
Volver a lo esencial en comunicación corporativa
La comunicación corporativa necesita recuperar su función original: dar sentido, no solo ruido. Para ello, es imprescindible recordar tres principios:
- El mensaje precede al formato.
La forma es una herramienta, no un objetivo. - No todo lo que funciona en redes funciona para una marca.
La viralidad no es una estrategia; es un accidente. - La coherencia construye más que el ingenio.
Importa más ser reconocible que ser divertido.
Comunicar no es entretener
El reto de las marcas no es ser las más simpáticas, sino las más claras. No es competir con influencers, sino construir un relato sólido y duradero. No es seguir cada moda, sino saber por qué hablan y para quién lo hacen.
La comunicación corporativa debe dejar de perseguir la risa fácil y volver a perseguir algo más difícil, pero mucho más valioso: el sentido.